Publicado el mayo 3, 2018 por Beatriz Díaz Fernández
Presentación por Beatriz

Presentación por Beatriz

Publicado el mayo 3, 2018 por Beatriz Díaz Fernández

La literatura como enfermedad que cura, ¿quién no escuchó hablar de esto Es un comienzo. La literatura como salud o somatización es un rumor. Deleuze habló de Wolfson y del procedimiento cosmicomico del estudiante de lenguas que prefiere reconstruir un cuerpo puro a mantener un cuerpo enfermo.

Si se considera que esa cura es extensible sólo al que lee, y que la literatura, más que curar, anestesia a ese monstruo agónicoel hombre de letras, la hiper larva que muere paródicamente en cada palabra escrita y revive trágicamente en cada palabra leída, entonces la idea deleuziana de que la lengua es el epicentro nostálgico para el cultivo de las infecciones más bellas y autobiográficas, está en sintonía con el hallazgo de Diego Vecchio, a partir de ahora Diego.

En Microbios no hay cuerpos que devienen moléculas ni enfermedades realmente externas o contagiosas, todo lo contrario: los microorganismos se hacen cuerpo, se encarnan. La amenaza viene de adentro, del universo somatizado en cada órgano, ya que la naturaleza, según Diego, ha sido infectada por las radiaciones humanas. Todos los personajes tienen en ese espejo apócrifo que es el organismo, su contrato microbial, su tribunal kafkiano en miniatura.

El vehículo de esa infección que ha contagiado a la naturaleza, es, por supuesto, el ejército de hipocondrios. Los hipocondrios son escritores santos, o sacerdotes, o generales, o científicos, o simplemente catedráticos que cabalgan en las enfermedades más íntimas, como Mr. Hartley, el especialista en Hipócrates que protagoniza El hombre de las hormigas destornilladoras.

Así como hay en las bases jurídicas una plaga de códigos, recursos extraordinarios, alegatos y acusaciones, en la anatomía del cuerpo hay una organización invisible, fragmentada y punitiva que Diego capta y pone a prueba en nueve casos clínicos. De ahí que, como la totalidad está fragmentada en lo microscópico que en realidad es lo macro, el universo, la jerga exquisitamente científica y loca de muchos de estos relatos cumpla la función de una lente de alta precisión.

Esa lengua taxativa y endoscópica es el verosímil del libro: amplía las zonas de la amenaza, figura una geografía móvil, retrata la catástrofe de las células. Es su condición de verosimilitud. Es que siempre la ficción de la ciencia es la ficción de un solo hombre, como en el último relato del volumen, El hombre del burdel. Tal es así que el protagonista, un biólogo, puede operar una paradoja fabulosa y alterar el funcionamiento de los instrumentos sagrados de la ciencia: un microscopio súbitamente se revela como telescopio. Cito: Vistos desde la perspectiva de un quark, los microbios eran estrellas, mucho más grandes que nuestro sol, animados por un extraño magma interior, que les permitía moverse, alimentarse, excretar, respirar, reproducirse, antes de apagarse.

No hay duda. La ciencia altera el orden de lo real: lo restaura y lo repone con sus fisuras rellenas de afecciones y con el negativo de esas mismas afecciones, pigmentado de bacterias. Los microbios de Diego proliferan y representan de alguna manera el papel de mascotas abstractas. Pero a diferencia de las mascotas, los microbios no son dóciles, traicionan, degluten la libertad. Entonces el cuerpo escribe, se auto infecta porque prefiere mantener una existencia enferma a reconstruir un cuerpo puro y gramatical. Como el escritor de El hombre de los sesos, Evaristo Robustiano Torres, que por un accidente y por la impericia de la medicina, delata escandalosamente la verdadera condición de todo escritor: un carnicero traspapelado que manipula metáforas de la abundancia.

Conviene entonces la literatura que enferma a cualquier enfermedad social. En pos de la literatura tóxica, Diego insemina en sus personajes variantes del mismo bacilo. El universo ha infectado al hombre y el hombre ha infectado la naturaleza, nos repite. El microbio no es Uno, es el hombre entero, incluido Dios. La lengua, graduada como si hubiera sido extraída en bloque de un diccionario de usos y costumbres científico literario inexistente, puede dar cuenta de la desintegración porque hace pie en cuerpos que escriben a un lado de las ruinas. Estas ruinas no son, como en la ciencia ficción, restos de ciudades, sino jaurías de órganos que gobiernan el mundo y hasta murmuran a través de los fenómenos de la naturaleza, como en el cuento titulado La dama de las flores.

Sin la precisión científica infiltrada en el texto, sería imposible una ficción monstruosa y medulosa como la de mi relato preferido, La dama de las focas. Acá dos siamesas, Irina y Marina, mujeres complementarias, mancomunadas y a la vez enfrentadas por la función orgánica que comparten, dan a luz su propio microbio. El microbio también puede ser un defecto de la pasión.

En definitiva, este es el vía crucis que atraviesan los personajes de esta colección excepcional de relatos. ¿Cómo callar los órganos ¿Cómo detener su autoridad en nuestra vida Hay una comicidad implícita en la voz del narrador, en su distancia, que resulta muy consecuente al momento de hacer foco en las afecciones. La enfermedad agiganta el cuerpo y enflaquece al sujeto. En La niña de los huesos se ilustra esta paradoja elegante: mientras el cuerpo se alimenta, el sujeto pierde peso. El que se va retirando es el narrador y por eso la niña, Kathy, cada vez más descarnada y crocante, termina desapareciendo. Esa manera de retirarse del narrador a medida que avanza el mal, es común a casi todos los cuentos, y es también una ruptura maravillosa en la clave del verosímil.

En definitiva, la desintegración del cosmos posibilita la ficción predilecta de Vecchio, esa que se aloja en el interior del organismo, esa que celebramos. Toda enfermedad privada, es decir, todo relato, se inventa en el organismo, usurpa el cuerpo o la vida, y se extirpa y se contagia, como hoy, felizmente en un libro.

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